Por: Jorge Vega|
Recuerdo que cuando era pequeño, me ponía a estudiar, sentado, en las ramas del palo de guayaba que teníamos en el patio de la casa.
Era un palo mediano; no era tan grande, pero tampoco tan pequeño.
Puedo, incluso, decir que el tamaño era perfecto.
Perfecto para mí.
Perfecto para subirse y bajarse sin problemas.
No muy cerca de la tierra y bastante lejano del cielo.
Tenía, quizás, el doble de mi tamaño, pero, de cierto modo, fuimos creciendo juntos.
Recuerdo que de vez en cuando, y sin querer, me dormía ahí mismo, entre sus ramas.
Las ramas más gruesas del palo de guayaba tenían forma de «silla»; una rama a la derecha, otra a la izquierda y una al centro. Eso era suficiente para mí.
Me subía al palo de guayaba y me ponía a estudiar y unos minutos más tarde, me ponía a imaginar cosas. Me ponía a viajar gracias a mi imaginación y entre sueños y sueño, y con el viento que soplaba, simplemente me dormía.
Me dormía entre sus ramas y mi mente volaba...
Muchas veces me pasó eso de quedarme dormido en ese palo de guayaba.
Cuando me despertaba, después del merecido descanso, me asustaba al ver que me había quedado dormido en el palo de guayaba.
Nunca me caí.
El nunca me dejó caer.
*Palo = Arból en Nicaragua.